Hace algunos años tuve la suerte de que el Ombudsman del Reino de Suecia, que en ese momento era una digna señora, me recibiera en su despacho y me explicara en qué consistía la institución que presidía. Aclaro que la institución del Ombudsman nació en Suecia hace casi dos siglos, y que en los países hispanohablantes que la han adoptado la conocemos como Defensor del Pueblo.
Tal como se me explicó, el Ombudsman “es una autoridad del Estado encargada de garantizar los derechos de los ciudadanos ante los abusos que pueden cometer los poderes Ejecutivo y, en su caso, el Legislativo, de ese mismo Estado”. Como se ha dicho, esa “autoridad del Estado” no es ni funcionario dependiente de los gobiernos, ni una organización no gubernamental pro derechos humanos, ni mucho menos. Por eso han llamado la atención las declaraciones del Defensor del Pueblo, Rolando Villena, en las que afirma que, en tres ocasiones recibió presiones del ministro de la Presidencia, de la ministra de Transparencia y del viceministro de Coordinación Gubernamental; “insinuaciones” que se entiende recomendaban a Carlos Núñez del Prado para ocupar un alto empleo en la defensoría. Y Núñez fue nombrado representante de la Defensoría en La Paz. He aquí una primera concesión de la Defensoría, obediente al Gobierno.
Esta independencia que ha de librarle al Ombudsman de influencias externas, proviene del origen mismo de su elección que debe salir del pueblo soberano, representado en el Parlamento democrático y, por tanto pluralista. Pero éste no es el caso pues la elección fue impuesta por el propio Presidente de la República y jefe del MAS, quien rechazó la terna de candidatos meritorios que se presentaron para ocupar el cargo, y nombró “a dedo” al Sr. Villena. Este origen espurio coloca al Defensor en la condición de obsecuencia servil al jefe.
De acuerdo a su propia naturaleza institucional, el Defensor del Pueblo no puede aceptar instrucciones de ninguno de los mencionados poderes estatales. Y sin embargo, el Sr. Villena consintió presiones de tres autoridades de Estado, como arriba se ha indicado. Admito que es humano, pero no legítimo. Y si el Defensor se siente vigilado por unos ministros de Estado, su independencia quedará reducida a las meras apariencias.
Siguiendo con la explicación de la Ombudsman sueca, el Defensor no dicta sentencia coactiva sobre la queja del ciudadano supuestamente ofendido por un funcionario público. Sólo recomienda lo que la institución estatal concernida debe hacer o evitar en cada caso con el fin de preservar y proteger los derechos del ciudadano. A pesar de esas limitaciones, la principal fuerza del Ombudsman -añadió la Defensora sueca- es la racionalidad de sus observaciones -que no son caprichos políticos arbitrarios- y la persuasión, ambas acompañadas por la autoridad moral de la persona que ocupa ese alto cargo.
Llegado a este punto, reconozco sin reserva alguna que no soy quién para aconsejar al Señor Defensor del Pueblo. Pero, al mismo tiempo, me permito preguntarle si, bajo los condicionamientos a los que se ve sometido, no sería más honroso dimitir. Y que los responsables de la degradación institucional que han impuesto a la Defensoría, se las arreglen como puedan, pero que no nos hagan creer que el ciudadano tiene un auténtica defensa ante una administración del Estado, demasiadas veces persecutoria y arbitraria.
Tal como se me explicó, el Ombudsman “es una autoridad del Estado encargada de garantizar los derechos de los ciudadanos ante los abusos que pueden cometer los poderes Ejecutivo y, en su caso, el Legislativo, de ese mismo Estado”. Como se ha dicho, esa “autoridad del Estado” no es ni funcionario dependiente de los gobiernos, ni una organización no gubernamental pro derechos humanos, ni mucho menos. Por eso han llamado la atención las declaraciones del Defensor del Pueblo, Rolando Villena, en las que afirma que, en tres ocasiones recibió presiones del ministro de la Presidencia, de la ministra de Transparencia y del viceministro de Coordinación Gubernamental; “insinuaciones” que se entiende recomendaban a Carlos Núñez del Prado para ocupar un alto empleo en la defensoría. Y Núñez fue nombrado representante de la Defensoría en La Paz. He aquí una primera concesión de la Defensoría, obediente al Gobierno.
Esta independencia que ha de librarle al Ombudsman de influencias externas, proviene del origen mismo de su elección que debe salir del pueblo soberano, representado en el Parlamento democrático y, por tanto pluralista. Pero éste no es el caso pues la elección fue impuesta por el propio Presidente de la República y jefe del MAS, quien rechazó la terna de candidatos meritorios que se presentaron para ocupar el cargo, y nombró “a dedo” al Sr. Villena. Este origen espurio coloca al Defensor en la condición de obsecuencia servil al jefe.
De acuerdo a su propia naturaleza institucional, el Defensor del Pueblo no puede aceptar instrucciones de ninguno de los mencionados poderes estatales. Y sin embargo, el Sr. Villena consintió presiones de tres autoridades de Estado, como arriba se ha indicado. Admito que es humano, pero no legítimo. Y si el Defensor se siente vigilado por unos ministros de Estado, su independencia quedará reducida a las meras apariencias.
Siguiendo con la explicación de la Ombudsman sueca, el Defensor no dicta sentencia coactiva sobre la queja del ciudadano supuestamente ofendido por un funcionario público. Sólo recomienda lo que la institución estatal concernida debe hacer o evitar en cada caso con el fin de preservar y proteger los derechos del ciudadano. A pesar de esas limitaciones, la principal fuerza del Ombudsman -añadió la Defensora sueca- es la racionalidad de sus observaciones -que no son caprichos políticos arbitrarios- y la persuasión, ambas acompañadas por la autoridad moral de la persona que ocupa ese alto cargo.
Llegado a este punto, reconozco sin reserva alguna que no soy quién para aconsejar al Señor Defensor del Pueblo. Pero, al mismo tiempo, me permito preguntarle si, bajo los condicionamientos a los que se ve sometido, no sería más honroso dimitir. Y que los responsables de la degradación institucional que han impuesto a la Defensoría, se las arreglen como puedan, pero que no nos hagan creer que el ciudadano tiene un auténtica defensa ante una administración del Estado, demasiadas veces persecutoria y arbitraria.
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