Ha tocado las puertas del cielo. “Madre limpia la sangre de mi cara, que ya no puedo ver”. Dylan es una voz como una marca, es un pelo ensortijado como un gran casco sobre la cabeza con la silueta a contraluz sobre fondo azul, es la conciencia, no la de la moraleja, la del desafío punzante, es, por encima de todo, una cadencia que se te impregna en la piel.
Dylan es la posibilidad de transformar en melodía una sensación interior, un volcán que no se contiene, una promesa de futuro que transporta el viento hasta envolverte completamente. Es el retrato de un tiempo desgarrado, el de un mundo de neón que se hundía en las tinieblas de la guerra de Vietnam, el de un hombre con el cuerpo y el corazón hecho jirones que lo había perdido todo, que podía autodefinirse como un canto rodado…
Es la mirada ácida desde la utopía que se desvanecía entre los dedos, la locura de la droga, la brutalidad de sueños destruidos, pero es sobre todo el grito generacional de quien no se rinde. A los verdaderos señores de la guerra, a la industria de la muerte anclada en los bordes del discurso de la democracia perfecta, les espeta: “sólo quiero que sepan que puedo verlos detrás de sus máscaras”. A quienes miran la realidad de frente: “Vi un recién nacido rodeado de lobos salvajes… es dura, muy dura la lluvia que va a caer”. A pesar de eso, eran años de un horizonte que parecía infinito, era el resuello, pero era también el miedo, la certeza de una transformación que haría del mundo un espacio nuevo.
Dylan, como los viejos juglares medievales, transportó la palabra escrita, soñada, pensada, sufrida y la hizo música, a salto de mata entre el country-folk y el rock. Desde su garganta, desde sus dedos templando la guitarra, desde sus ojos (a veces al lado de Joan Báez), hizo de la poesía un alegato, un instante turbador en el que millones de jóvenes encontraron las respuestas a muchas de sus preguntas, supieron que además del ritmo hipnótico de Elvis, había un largo trazo —como un mensaje subterráneo— que conectaba sus poemas con la tradición musical estadounidense y universal de un denso pasado. De él bebieron tantos, para mi sensibilidad Simón y Garfunkel, por supuesto el gigantesco Leonard Cohen y en un
a dimensión de hondura sin límites las interpretaciones de Nina Simone…
Demostró cuán posible era escribir poemas y decirlos enredados en acordes, quizás ásperos pero siempre capaces de señalar a fuego las espaldas del poder.
“Cómo se siente estar completamente solo, sin saber cuál es el camino a casa y caer y caer como un canto rodado”. Era esa época, la de Dylan, la de todos nosotros, una época atrapada por un Leviatán desmesurado que invitaba a cambiarlo todo, para ahogar el sistema, para ganarle la partida, pero era también la de la desazón ante una realidad implacable que iba imponiendo, como de hecho lo hizo, un mundo que se tragaba las esperanzas y las ilusiones bajo el celofán envenenado del consumo.
Los trazos literarios del poeta, entonces definido como cantautor, una palabra de una precisión incuestionable, se fueron decantando con los años, pero su fuerza devastadora se quedó clavada en nuestros pechos para siempre. ¿Cómo entender el mundo? ¿Cómo entendernos a nosotros mismos sin su grito? En esa dimensión su voz, sus discos, su música, el cuchillo hiriente de sus contenidos, fueron compañeros de ruta, la referencia de aquellas cosas en las que creímos y con las que construimos la intensidad de nuestras vidas.
La universalidad del poeta está a la vista. Hoy, las letras de esas canciones que conmovieron nuestros cimientos siguen refiriéndose a temas que no tienen un tiempo ni espacio definidos, porque recogen el interior de nuestras almas.
“Aquel que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo”. ¿Hay algún duda sobre el sentido de esta aserción? ¿Podría alguien sentirse lejos de algo que resume con la contundencia del buril del escultor de que se trata la vida? El extraordinario vate Jorge Manrique lo dijo al modo de los “antiguos” en sus “Coplas” hace quinientos años, pero esta sola frase dicha y cantada con ese tono inconfundible, es suficiente para resumir el largo y dramático poema de Manrique.
Dylan mezcló siempre los retazos de la vida, del día a día, de las emociones y las tensiones del complejo momento que le tocó y nos tocó. Con una fuerte carga personal escribió y cantó lo que sentía, lo que pensaba de los seres humanos y de su tránsito terrenal. Dice ahora, en la larga madurez, que aún no entiende cómo fue posible que pudiese escribir lo que escribió en sus comienzos. Es que la fuerza y la claridad de una edad y de un tiempo no es repetible. Lo hizo y dejó el testimonio del gran trovador, del poeta de a de veras, más que muchos alambicados autores a los que el tiempo ha marchitado, o a los que la complejidad hace ininteligibles. Dylan es algo que todo poeta quisiera ser alguna vez, inmensamente popular, mundialmente conocido, compañero de ruta de millones de personas, cantante de cabecera de tantos. ¿No es acaso de eso que trata la poesía? ¿No es ese el sentido último de quien escribe y de quien canta? Compartir, compartirlo todo.
El autor fue presidente de la República.
Dylan es la posibilidad de transformar en melodía una sensación interior, un volcán que no se contiene, una promesa de futuro que transporta el viento hasta envolverte completamente. Es el retrato de un tiempo desgarrado, el de un mundo de neón que se hundía en las tinieblas de la guerra de Vietnam, el de un hombre con el cuerpo y el corazón hecho jirones que lo había perdido todo, que podía autodefinirse como un canto rodado…
Es la mirada ácida desde la utopía que se desvanecía entre los dedos, la locura de la droga, la brutalidad de sueños destruidos, pero es sobre todo el grito generacional de quien no se rinde. A los verdaderos señores de la guerra, a la industria de la muerte anclada en los bordes del discurso de la democracia perfecta, les espeta: “sólo quiero que sepan que puedo verlos detrás de sus máscaras”. A quienes miran la realidad de frente: “Vi un recién nacido rodeado de lobos salvajes… es dura, muy dura la lluvia que va a caer”. A pesar de eso, eran años de un horizonte que parecía infinito, era el resuello, pero era también el miedo, la certeza de una transformación que haría del mundo un espacio nuevo.
Dylan, como los viejos juglares medievales, transportó la palabra escrita, soñada, pensada, sufrida y la hizo música, a salto de mata entre el country-folk y el rock. Desde su garganta, desde sus dedos templando la guitarra, desde sus ojos (a veces al lado de Joan Báez), hizo de la poesía un alegato, un instante turbador en el que millones de jóvenes encontraron las respuestas a muchas de sus preguntas, supieron que además del ritmo hipnótico de Elvis, había un largo trazo —como un mensaje subterráneo— que conectaba sus poemas con la tradición musical estadounidense y universal de un denso pasado. De él bebieron tantos, para mi sensibilidad Simón y Garfunkel, por supuesto el gigantesco Leonard Cohen y en un
a dimensión de hondura sin límites las interpretaciones de Nina Simone…
Demostró cuán posible era escribir poemas y decirlos enredados en acordes, quizás ásperos pero siempre capaces de señalar a fuego las espaldas del poder.
“Cómo se siente estar completamente solo, sin saber cuál es el camino a casa y caer y caer como un canto rodado”. Era esa época, la de Dylan, la de todos nosotros, una época atrapada por un Leviatán desmesurado que invitaba a cambiarlo todo, para ahogar el sistema, para ganarle la partida, pero era también la de la desazón ante una realidad implacable que iba imponiendo, como de hecho lo hizo, un mundo que se tragaba las esperanzas y las ilusiones bajo el celofán envenenado del consumo.
Los trazos literarios del poeta, entonces definido como cantautor, una palabra de una precisión incuestionable, se fueron decantando con los años, pero su fuerza devastadora se quedó clavada en nuestros pechos para siempre. ¿Cómo entender el mundo? ¿Cómo entendernos a nosotros mismos sin su grito? En esa dimensión su voz, sus discos, su música, el cuchillo hiriente de sus contenidos, fueron compañeros de ruta, la referencia de aquellas cosas en las que creímos y con las que construimos la intensidad de nuestras vidas.
La universalidad del poeta está a la vista. Hoy, las letras de esas canciones que conmovieron nuestros cimientos siguen refiriéndose a temas que no tienen un tiempo ni espacio definidos, porque recogen el interior de nuestras almas.
“Aquel que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo”. ¿Hay algún duda sobre el sentido de esta aserción? ¿Podría alguien sentirse lejos de algo que resume con la contundencia del buril del escultor de que se trata la vida? El extraordinario vate Jorge Manrique lo dijo al modo de los “antiguos” en sus “Coplas” hace quinientos años, pero esta sola frase dicha y cantada con ese tono inconfundible, es suficiente para resumir el largo y dramático poema de Manrique.
Dylan mezcló siempre los retazos de la vida, del día a día, de las emociones y las tensiones del complejo momento que le tocó y nos tocó. Con una fuerte carga personal escribió y cantó lo que sentía, lo que pensaba de los seres humanos y de su tránsito terrenal. Dice ahora, en la larga madurez, que aún no entiende cómo fue posible que pudiese escribir lo que escribió en sus comienzos. Es que la fuerza y la claridad de una edad y de un tiempo no es repetible. Lo hizo y dejó el testimonio del gran trovador, del poeta de a de veras, más que muchos alambicados autores a los que el tiempo ha marchitado, o a los que la complejidad hace ininteligibles. Dylan es algo que todo poeta quisiera ser alguna vez, inmensamente popular, mundialmente conocido, compañero de ruta de millones de personas, cantante de cabecera de tantos. ¿No es acaso de eso que trata la poesía? ¿No es ese el sentido último de quien escribe y de quien canta? Compartir, compartirlo todo.
El autor fue presidente de la República.