A principios del siglo pasado, un tradicionalista paceño recogió la leyenda de la coca: sagrada para quienes la usasen en los rituales ancestrales o como medicina; maldita para aquellos que la aprovechasen para sus propios intereses. Aunque se acredita que el mito es antiquísimo, quizá el autor leyó que el brillo verde primitivo se podía convertir en venenoso polvillo blanco. Domingo Lorini, padre de la farmacopea nacional, había advertido que la cocaína provocaba adicción y estados anímicos decadentes, desde la violencia descontrolada a la locura.
Hace una centuria comenzó a circular en el mundillo bohemio local el sofisticado consumo de la ‘cocó’, como la apodaron desde los barrios porteños. Me contaba don Flavio Machicado que en los 40 se juntaban señoritos para asistir dopados a funciones en los teatros de moda. Hace unos 50 años aparecieron las primeras noticias sobre factorías de cocaína criollas. Algunas investigaciones en los 60 culpaban del ilícito negocio a migrantes árabes. En aquellos años se dieron las primeras relaciones explícitas entre el poder político (la dictadura militar) y el tráfico de estupefacientes. En 1980, los narcodólares financiaron a generales y coroneles metidos en el golpe de Estado. Consumos, fábricas y complicidades que crecen desde entonces y que desde 2006 han encontrado el más terrible cauce para el pueblo boliviano y su futuro.
Hasta 1998, los cocaleros –sobre todo los productores en Chapare– aparecían como el eslabón más débil del circuito coca-cocaína, casi víctimas de un sistema de libre mercado donde ellos ponían la materia prima, agobiados por una persecución de doble moral que los quería arrinconar mientras el jale aumentaba en las metrópolis.
Desde hace un lustro, cuando se dio rienda suelta a la producción de coca, la economía ilegal se ha fortalecido; los parques nacionales (con el Tipnis como última resistencia) se han llenado de catos y pesticidas; una nueva clase social (oligarcas, los llamó hace poco Filemón Escóbar, sin siquiera los dulces encantos burgueses) captura al Estado y se convierte en un duro y antidemocrático núcleo político.
Un acusado de exportar cocaína es activista masista en Palos Blancos; el encargado de controlar la venta renegocia lo incautado; en tierras cocaleras los linchamientos son continuos; un pistolero de 28 años tiene 24.000 dólares en el bolsillo. Nuevos ricos desalmados y de mal gusto, consumistas, violentos en la vida cotidiana, dirigentes en los penales, asesinos de jóvenes estudiantes; coca maldecida