La comunidad cruceña parece no tener sosiego. Se acuesta y se levanta
atormentada por la secuencia de sucesos escabrosos, trágicos y violentos
que reflejan, entre otras cosas, una acelerada descomposición social en
medio de una permanente sensación de inseguridad que tiene a los
ciudadanos viviendo en ascuas. Entre otros hechos, se han vuelto parte
de la cotidianidad los asaltos a mano armada perpetrados por
delincuentes despiadados que no vacilan en accionar el gatillo o la
navaja frente a sus desprevenidas víctimas. Como lo hicieron con una
jovencita que perdió la vida al intentar defender a su progenitora, que
quedó gravemente herida. Casi al mismo tiempo se producía una tragedia
vial sobre la ruta al norte donde un conductor del transporte público,
en estado de ebriedad, provocó una triple colisión de vehículos que
causó la muerte a tres personas.
Parte del horror cotidiano
representan los casos de feminicidio o de agresiones y violaciones
contra menores de edad, como el de la pequeña vejada sexualmente por su
propio padre y que, además, desnudó el drama de una familia atrapada por
la miseria en un bus chatarra que les servía como vivienda. No menos
terrible y patético fue el desenlace de la actitud de un adolescente
que, con disparos de escopeta, puso fin a la vida de su padre y de su
hermano menor por supuestos desafectos familiares.
En definitiva,
desde hace tiempo, estremecedoras muestras de horror desgarran a diario
la sensibilidad ciudadana porque sujetos de la peor calaña son capaces
de desatar sus instintos criminales en un medio social en el que la vida
humana parece haber perdido por completo su valor. De acuerdo con
criterios sociológicos, las conductas criminales están influidas por
perturbaciones de la personalidad del individuo, por fallas en la
educación y por la ausencia de valores y afectos en el ámbito familiar.
Un criminólogo cita los niveles de pobreza, la falta de oportunidades,
la carencia de valores y el consumo de alcohol y drogas como los
problemas estructurales del delito. Las personas que se involucran en
hechos violentos e indignantes, como los antes referidos, llenan sus
vacíos emocionales y económicos delinquiendo. El alarmante incremento de
violentas pandillas juveniles que asuelan a los vecinos con sus
malandanzas es otra señal inequívoca de la descomposición social.
En
nuestro diverso y complejo conglomerado social también se echan en
falta la educación en valores y políticas de prevención del delito,
además de mayor presencia policial para reducir los efectos de la
inseguridad que hace percibir a los bolivianos que viven en el desamparo
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