Hace años que el Ministerio de Gobierno conoce perfectamente quiénes son los avasalladores de tierras y todavía sigue lanzando amenazas y convocando a reuniones con los productores agropecuarios, quienes no hacen más que actualizar los datos sobre el número de hectáreas tomadas por sujetos que invaden y destruyen a nombre de la administración gubernamental, versión que ha pasado de la hipótesis a la plena certeza.
En este momento hay por lo menos siete predios productivos en manos de estos mafiosos perfectamente organizados y pertrechados en la política, lo que suma un total de 50 mil hectáreas.
Más allá de la acción netamente delictiva que prospera y se multiplica, lo que preocupa es que se vaya consolidando en el país la fragilidad de la propiedad privada y que la libertad de empresa y de trabajo que supuestamente gozan todos los bolivianos que habitan este territorio se haya convertido en un objeto de manipulación de sectores que están consolidando el imperio de la ilegalidad con la venia de un régimen político que busca la popularidad a cualquier costo, incluso la destrucción de pilares básicos de la convivencia humana como la libertad y la propiedad.
Toda una industria que había colocado a Bolivia en un sitial de privilegio, como la actividad forestal ha sido destruida porque las entidades llamadas por ley a proteger el medio ambiente, son muy celosas cuando se trata de hostigar a las empresas, pero muy permisivas cuando el avasallamiento de las reservas madereras y parques nacionales viene del lado de cocaleros y colonizadores, autores de la mayor depredación ecológica que se haya visto en los últimos tiempos.
En Bolivia es normal que el Estado aplique las normas y descargue todo el peso de la ley contra una parte de la sociedad, mientras que hay otros que gozan de una tolerancia inaudita. Esta discriminación es admitida sin el menor empacho por el propio presidente Morales, quien vuelve a recalcar que dentro del Gobierno no existe el derecho a la disidencia y que quienes critiquen serán declarados “enemigos”, como se hizo con dos dirigentes, a quienes se les sindica también el “pecado” de pertenecer a la clase media.
Y así como en el discurso y en las leyes existe la propiedad y del derecho al trabajo, pero no se los respeta, la libertad de expresión va desapareciendo paulatinamente en medio del acoso judicial del Gobierno, que no le pierde pisada a los medios privados, a los que ha colmado de leyes que buscan el ahogamiento de los pocos medios independientes que quedan en el país.
¿Qué se puede esperar de un país sin libertad? Ojalá fuera un asunto netamente político, algo que de por sí es nefasto, pero las consecuencias son también tremendamente negativas para el desarrollo nacional. Nadie ha calculado, porque sería lamentable, cuánto ha perdido el país por todos los ataques a la libertad de producción y con todas las prohibiciones impuestas a los sectores económicos que se han visto limitados por un mero capricho, pues no hay nada de ideológico ni de estratégico (a no ser para las malsanas mentes totalitarias) en arremeter contra la locomotora de la economía nacional, a la que se pretende destruir, poniendo en riesgo la supervivencia de toda la nación. Muchos años de competitividad tirados a la basura, un largo periodo de bonanza desaprovechado por la falta de incentivo a los productores, en fin, un país adormecido por una política que se enrosca en los discursos y los falsos heroísmos.
En este momento hay por lo menos siete predios productivos en manos de estos mafiosos perfectamente organizados y pertrechados en la política, lo que suma un total de 50 mil hectáreas.
Más allá de la acción netamente delictiva que prospera y se multiplica, lo que preocupa es que se vaya consolidando en el país la fragilidad de la propiedad privada y que la libertad de empresa y de trabajo que supuestamente gozan todos los bolivianos que habitan este territorio se haya convertido en un objeto de manipulación de sectores que están consolidando el imperio de la ilegalidad con la venia de un régimen político que busca la popularidad a cualquier costo, incluso la destrucción de pilares básicos de la convivencia humana como la libertad y la propiedad.
Toda una industria que había colocado a Bolivia en un sitial de privilegio, como la actividad forestal ha sido destruida porque las entidades llamadas por ley a proteger el medio ambiente, son muy celosas cuando se trata de hostigar a las empresas, pero muy permisivas cuando el avasallamiento de las reservas madereras y parques nacionales viene del lado de cocaleros y colonizadores, autores de la mayor depredación ecológica que se haya visto en los últimos tiempos.
En Bolivia es normal que el Estado aplique las normas y descargue todo el peso de la ley contra una parte de la sociedad, mientras que hay otros que gozan de una tolerancia inaudita. Esta discriminación es admitida sin el menor empacho por el propio presidente Morales, quien vuelve a recalcar que dentro del Gobierno no existe el derecho a la disidencia y que quienes critiquen serán declarados “enemigos”, como se hizo con dos dirigentes, a quienes se les sindica también el “pecado” de pertenecer a la clase media.
Y así como en el discurso y en las leyes existe la propiedad y del derecho al trabajo, pero no se los respeta, la libertad de expresión va desapareciendo paulatinamente en medio del acoso judicial del Gobierno, que no le pierde pisada a los medios privados, a los que ha colmado de leyes que buscan el ahogamiento de los pocos medios independientes que quedan en el país.
¿Qué se puede esperar de un país sin libertad? Ojalá fuera un asunto netamente político, algo que de por sí es nefasto, pero las consecuencias son también tremendamente negativas para el desarrollo nacional. Nadie ha calculado, porque sería lamentable, cuánto ha perdido el país por todos los ataques a la libertad de producción y con todas las prohibiciones impuestas a los sectores económicos que se han visto limitados por un mero capricho, pues no hay nada de ideológico ni de estratégico (a no ser para las malsanas mentes totalitarias) en arremeter contra la locomotora de la economía nacional, a la que se pretende destruir, poniendo en riesgo la supervivencia de toda la nación. Muchos años de competitividad tirados a la basura, un largo periodo de bonanza desaprovechado por la falta de incentivo a los productores, en fin, un país adormecido por una política que se enrosca en los discursos y los falsos heroísmos.
En Bolivia es normal que el Estado aplique las normas y descargue todo el peso de la ley contra una parte de la sociedad, mientras que hay otros que gozan de una tolerancia inaudita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario