Un sueco entre los indios de las tierras bajas
Erland Nordenskiöld (1877-1932) fue uno de los primeros etnólogos en recorrer las tierras bajas de Bolivia. Perteneciente a una familia de científicos y exploradores, este investigador sueco realizó dos grandes viajes a Bolivia: uno en 1904-1905, en el que también visitó Perú, y otro en 1908-1909, que empezó en el Chaco y continuó por la selva, y del que salieron dos libros, La vida de los indios (1912) e Indios y blancos (1922). A diferencia de los aventureros que encontraba a su paso, al sueco no lo movía la extracción de la goma o la fiebre del oro o la ambición de convertirse en un terrateniente. Su propósito generaba escepticismo y burla entre los blancos: no podían creer que un europeo hubiera viajado desde tan lejos para convivir con los indios de la región, a quienes consideraban salvajes que solo servían de mano barata o esclava.
Nordeskiöld iba acompañado por Carl Moberg, un compatriota suyo al que conoció en la travesía en barco de Suecia a Buenos Aires, y a quien describe como un “muchacho salvaje”, un “hombre audaz y sin miedo” que se llevaba bien con los indios; esta virtud le debe haber parecido fundamental a Nordenskiöld, quien sabía de la justificada desconfianza de los indios hacia los blancos. Él mismo admite: “¡Es entre los indios donde me he sentido más a gusto!”. Y más adelante añade sobre los indios chorotis y ashluslay del Chaco: “Si se quiere ganar el corazón de estos indios, hay que tratar de vivir su vida, de comer y tomar todo lo que te ofrecen, bailar y cantar con ellos, dejarse escupir en la cara y andar vestido como ellos”.
El sueco observa que en las comunidades que tienen escaso contacto con los blancos los indios son más prósperos y felices y tienen culturas más desarrolladas; la vida de los niños indígenas “transcurre en jovial libertad, sin palizas y sin palabras duras”. Habla con cariño de los chorotis, “siempre alegres y vagos”, y escribe sobre las mujeres chanés, grandes tejedoras, hilanderas y alfareras: “He admirado su atención amorosa a los niños, su laboriosidad, su cuidado del hogar, su destreza y su buen gusto”. Se deja hacer tatuajes con una anciana choroti, participa en las célebres borracheras de los ashluslay con la cara pintada de negro con hollín y saliva, escucha a un anciano chiriguano (guaraní) relatar las aventuras del dios zorro y del dios armadillo ante el fogón de la cabaña (“relataba con la boca, con los ojos, con manos y pies”), anota con curiosidad cómo los elegantes hombres chácobos son quienes cosen los vestidos de sus mujeres.
Y en cada momento es dolorosamente consciente de que está presenciando el ocaso de la cultura indígena, asediada desde todos los frentes por el avance del capital: con la proximidad del blanco llegan el aguardiente, la esclavitud, la prostitución, la enseñanza a punta de látigo, la degradación de los indios. “De las regiones gomeras nadie regresa”, escribe. “¿Es cierto, preguntan, que allí un gigante se come a los humanos? ¿Es cierto que se muele gente para hacer goma? ¿Es cierto que la carne que llega en latas es de gente? Estas son algunas de las preguntas que los indios me hacían”. En el curso superior de los ríos Manuripi y Tahuamanu conoce blancos que se dedican a la trata de niños indígenas, cuyos padres son asesinados si se niegan a entregarlos; el tratante “justificaba su comportamiento en que esos indios de la selva no eran cristianos como él”. También habla del Gran Exterminador, un hacendado que fue asesinado por sus propios sirvientes debido a su extraordinaria crueldad: “Una vez sentenció a un indio a ser azotado tanto tiempo como él mantuviese su cigarro encendido. Mientras el verdugo daba latigazos, él fumaba lo más despacio posible. (…) Este hombre envió infinidad de indios a los bosques de caucho. (…) Fue uno de los que más ha contribuido a la exterminación de los indios de Mojos…” Los cruceños no se libran de su mirada crítica: “Para el cruceño, la vida es vino, mujeres y chistes. Pero para eso se necesita oro, y lo han sacado de los indios”.
Es duro con las misiones religiosas, a las que considera el “mal menor”: si bien protegen a los indios de los terratenientes abusivos, allí también los castigan con azotes y les hacen olvidar su cultura; Nordenskiöld señala que en las misiones cristianas “todo lo hermoso ha desaparecido” puesto que los guarayos han dejado de fabricar sus objetos artísticos y de adornarse. “Si yo fuera un niño indígena, no iría a misa a aprender padrenuestros y avemarías y mucho menos permitiría que me eduquen como sirviente de los blancos”, afirma. “Me escondería, como muchos yuracarés, en la profundidad del gran bosque para vivir y morir libre, para ser un hombre y no una rueda en una máquina”.
Nordenskiöld sabe, sin embargo, que la suerte de los indios está echada y que no es sino cuestión de tiempo hasta que su cultura se extinga. Sus libros quedan como el testimonio fascinante y melancólico de que un siglo atrás el mundo indígena en las selvas y bosques del Oriente boliviano era más complejo y diverso del que hay ahora, y del enorme costo humano que el progreso ha tenido en estas tierras
(*)La autora es escritora y periodista cruceña. Doctora en Literatura Comparada en la Universidad de Cornell (Estados Unidos) y ganadora del Premio Internacional de Literatura Aura Estrada.
Nordeskiöld iba acompañado por Carl Moberg, un compatriota suyo al que conoció en la travesía en barco de Suecia a Buenos Aires, y a quien describe como un “muchacho salvaje”, un “hombre audaz y sin miedo” que se llevaba bien con los indios; esta virtud le debe haber parecido fundamental a Nordenskiöld, quien sabía de la justificada desconfianza de los indios hacia los blancos. Él mismo admite: “¡Es entre los indios donde me he sentido más a gusto!”. Y más adelante añade sobre los indios chorotis y ashluslay del Chaco: “Si se quiere ganar el corazón de estos indios, hay que tratar de vivir su vida, de comer y tomar todo lo que te ofrecen, bailar y cantar con ellos, dejarse escupir en la cara y andar vestido como ellos”.
El sueco observa que en las comunidades que tienen escaso contacto con los blancos los indios son más prósperos y felices y tienen culturas más desarrolladas; la vida de los niños indígenas “transcurre en jovial libertad, sin palizas y sin palabras duras”. Habla con cariño de los chorotis, “siempre alegres y vagos”, y escribe sobre las mujeres chanés, grandes tejedoras, hilanderas y alfareras: “He admirado su atención amorosa a los niños, su laboriosidad, su cuidado del hogar, su destreza y su buen gusto”. Se deja hacer tatuajes con una anciana choroti, participa en las célebres borracheras de los ashluslay con la cara pintada de negro con hollín y saliva, escucha a un anciano chiriguano (guaraní) relatar las aventuras del dios zorro y del dios armadillo ante el fogón de la cabaña (“relataba con la boca, con los ojos, con manos y pies”), anota con curiosidad cómo los elegantes hombres chácobos son quienes cosen los vestidos de sus mujeres.
Y en cada momento es dolorosamente consciente de que está presenciando el ocaso de la cultura indígena, asediada desde todos los frentes por el avance del capital: con la proximidad del blanco llegan el aguardiente, la esclavitud, la prostitución, la enseñanza a punta de látigo, la degradación de los indios. “De las regiones gomeras nadie regresa”, escribe. “¿Es cierto, preguntan, que allí un gigante se come a los humanos? ¿Es cierto que se muele gente para hacer goma? ¿Es cierto que la carne que llega en latas es de gente? Estas son algunas de las preguntas que los indios me hacían”. En el curso superior de los ríos Manuripi y Tahuamanu conoce blancos que se dedican a la trata de niños indígenas, cuyos padres son asesinados si se niegan a entregarlos; el tratante “justificaba su comportamiento en que esos indios de la selva no eran cristianos como él”. También habla del Gran Exterminador, un hacendado que fue asesinado por sus propios sirvientes debido a su extraordinaria crueldad: “Una vez sentenció a un indio a ser azotado tanto tiempo como él mantuviese su cigarro encendido. Mientras el verdugo daba latigazos, él fumaba lo más despacio posible. (…) Este hombre envió infinidad de indios a los bosques de caucho. (…) Fue uno de los que más ha contribuido a la exterminación de los indios de Mojos…” Los cruceños no se libran de su mirada crítica: “Para el cruceño, la vida es vino, mujeres y chistes. Pero para eso se necesita oro, y lo han sacado de los indios”.
Es duro con las misiones religiosas, a las que considera el “mal menor”: si bien protegen a los indios de los terratenientes abusivos, allí también los castigan con azotes y les hacen olvidar su cultura; Nordenskiöld señala que en las misiones cristianas “todo lo hermoso ha desaparecido” puesto que los guarayos han dejado de fabricar sus objetos artísticos y de adornarse. “Si yo fuera un niño indígena, no iría a misa a aprender padrenuestros y avemarías y mucho menos permitiría que me eduquen como sirviente de los blancos”, afirma. “Me escondería, como muchos yuracarés, en la profundidad del gran bosque para vivir y morir libre, para ser un hombre y no una rueda en una máquina”.
Nordenskiöld sabe, sin embargo, que la suerte de los indios está echada y que no es sino cuestión de tiempo hasta que su cultura se extinga. Sus libros quedan como el testimonio fascinante y melancólico de que un siglo atrás el mundo indígena en las selvas y bosques del Oriente boliviano era más complejo y diverso del que hay ahora, y del enorme costo humano que el progreso ha tenido en estas tierras
(*)La autora es escritora y periodista cruceña. Doctora en Literatura Comparada en la Universidad de Cornell (Estados Unidos) y ganadora del Premio Internacional de Literatura Aura Estrada.
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